12 julio 2011

Dios salve a la reina


Languidece, la vacuidad acecha en esas tierras doradas, que supieron albergar a lo mas rutilante del mundo.

Su brillo magnánimo se desvanece, y el invierno arrecia sin tregua.

Amo esas tierras, me emociona cruzar el Riachuelo y sentir ese olor putrefacto, ese olor que me anoticia que estoy allí, en la Reina del Plata.

Durante años, ostentó orgullosa ser la París de Sudamérica, la ciudad a la que el mundo acudía en busca de futuro.

Hoy se encuentra fané y descangallada, transformada en la prostituta de intereses mezquinos, que la lotean sin tregua, lacerando su identidad.

Sus habitantes, que gozaban del privilegio de que Dios atendiera en sus calles, se encuentran abrumados frente a tanto peregrino que torpemente golpea a sus puertas para encontrar un poco de sosiego, económico al menos.

A los peregrinos, los llamaban otrora bolitas, paraguas, perucas, o en caso de ser nacionales, cabecitas negras.

Hoy, los llaman delicuentes, pungas, proxenetas, entre otros apelativos.

Para eliminarlos, se aliaron con el delfín de la carroña; ese que paga mensualidades a sus prostitutas para guardar silencio, ese que fundió empresas por doquier, ese rastrero constructor de otredad, ese fascista.

Pero él les prometió deshacerse de los negros, y que todos vuelvan a marchar derechos. Ese les prometió escrutar la vida de los opositores, porque "algo habrán hecho".

Ese les prometió topadoras que arrojen la negrada al riachuelo, para que hermosos edificios que nadie habita, emerjan sin identidad.

Los porteños dejaron de ser la centraldad y la vanguardia, y se nota. La cerrazón de vivir alienado en un subte, o encorsetado en un colectivo, les hizo perder la capacidad de asombro.

Los porteños, que se cansaron de reír a costillas de cordobeses, rosarinos, o salteños. Hoy, ellos y sus elecciones son el hazmereir de todo un país.

Los porteños se han convertido en el epítome de la tilinguería, y llevaron su chauvinismo hasta el límite de la ceguera.

Nosotros, que vivimos en la periferia, vemos como la oscuridad se yergue sobre sus espaldas, y como asumen voluntariamente la devastación.

Ojalá que Dios, que es argentino y atiende en Buenos Aires, se apiade de ella...