23 febrero 2012
Ferrocarriles Argentinos
Camino de mi casa queda la novísima estación Ferroautomotora. A veces, para liberarme del stress, camino y paso por allí a fumarme un pucho en el anden, acaso buscando recordar los momentos de enorme belleza que tuvieron lugar en ese espacio.
La nada ocurre, lastima ver ese mastodonte amorfo, completamente vacío. He pasado por allí al mediodía, por la tarde y a la nochecita, nada. Un vigilante, algun perro vagabundo, el tren Talgo esperando su partida del día siguiente, tristeza.
La misma angustia me arropa, al ver la tragedia del Sarmiento de ayer. Me cuesta escribir, en general trato de alejarme unos días de aquellos temas que abordo, pero me es posible. No quiero esperar.
La imagen que me quedo de ayer es la de una profunda obscenidad.
Obscena fue la cobertura de los carroñeros de siempre, afilandose los colmillos para mostrar la sangre y exhibiendo sus guadañas para cortar cabezas.
Obscena es la impunidad de una corporación que construye sobre la impunidad, tapizando de dinero a propios y ajenos para guardar silencio.
Finalmente, y creanme que lamento decir esto, obscena es la desidia del Estado.
Si el Estado ejerciera su poder de policía como es debido, a través de la CNRT, el episodio de ayer no hubiese ocurrido.
Yo se que reconstruir la industria ferroviaria luego del menemato es una tarea titánica, que reformular los contratos o reestatizar esas compañias no es tarea sencilla. Mientras todo eso, que es importante, se piensa, se analiza, se planifica; es preciso ocuparse de lo urgente.
Y lo urgente tiene que ver con la prestación del servicio, y el mantenimiento de las instalaciones, algo que a nadie le importa, o por lo menos a nadie le importó hasta ayer.
El Estado como querellante no me alcanza, aun cuando le quiten la concesión a TBA, tampoco me alcanza. Me voy abstener de pedir cabezas, porque aun hay familias que buscan a sus seres queridos, y los muertos son muchos.
Lo demás, es meditar en silencio, para respetar el dolor de las familias.
22 febrero 2012
Oido al pasar
Los mediocres, más inclinados a la hipocresía que al odio, prefieren la maledicencia sorda a la calumnia violenta. Sabiendo que ésta es criminal y arriesgada, optan por la primera, cuya infamia es subrepticia y sutil. La una es audaz; la otra cobarde. El calumniador desafía el castigo, se expone; el maldiciente lo esquiva. El uno se aparta de la mediocridad, es antisocial, tiene el valor de ser delincuente; el otro es cobarde y se encubre con la complicidad de sus iguales, manteniéndose en la penumbra.
Los maldicientes florecen doquiera: en los cenáculos, en los clubs, en las academias, en las familias, en las profesiones, acosando a todos los que perfilan alguna originalidad. Hablan a media voz, con recato, constantes en su afán de taladrar la dicha ajena, sombrando a puñados la semilla de todas las yerbas venenosas. La maledicencia es una serpiente que se insinúa en la conversación de los envilecidos; sus vértebras son nombres propios, articuladas por los verbos más equívocos del diccionario para arrastrar un cuerpo cuyas escamas son calificativas pavorosos.
Vierten la infamia en todas las copas transparentes, con serenidad de Borgias; las manos que la manejan parecen de prestidigitadores, diestras en la manera y amables en la forma. Una sonrisa, un levantar de espaldas, un fruncir la frente como subscribiendo a la posibilidad del mal, bastan para macular la probidad de un hombre o el honor de una mujer. El maldiciente, cobarde entre todos los envenenadores, está seguro de la impunidad; por eso es despreciable. No afirma, pero insinúa; llega hasta desmentir imputaciones que nadie hace, contando con la irresponsabilidad de hacerlas en esa forma. Miente con espontaneidad, como respira. Sabe seleccionar lo que converge a la detracción.
Dice distraídamente todo el mal de que no está seguro y calla con prudencia todo el bien que sabe. No respeta las virtudes íntimas ni los secretos del hogar, nada; inyecta la gota de ponzoña que asoma como una irrupción en sus labios irritados, hasta que por toda la boca, hecha una pústula, el interlocutor espera ver salir, en vez de lengua, un estilete.